¿Presidenta o cómplice? La sombra del narco sobre el gobierno de Sheinbaum
Claudia Sheinbaum llegó al poder con un discurso que quería ser científico, técnico, limpio.
Prometía orden, racionalidad y un “segundo piso” de transformación.
Pero la realidad es otra: gobierna bajo la sombra de pactos oscuros, con una herencia envenenada que no ha querido —ni podido— romper.
Las denuncias que apuntan a la complicidad del círculo cercano de Andrés Manuel López Obrador con el narcotráfico no son teorías conspirativas: son parte de testimonios judiciales presentados en cortes estadounidenses.
Documentos, declaraciones y reportajes de periodistas serios —como Tim Golden en ProPublica— revelan lo que muchos en México ya sospechaban: el narco financió campañas, compró territorios, colocó operadores y blindó impunidad a cambio de control.
¿Dónde está Claudia en todo esto?
Exactamente donde la dejó López Obrador: en la continuidad, en la omisión, en el silencio cómplice.
La estrategia de “abrazos, no balazos” sigue intacta, pero ahora con más presupuesto, más militares en las calles y menos resultados.
Los cárteles no están debilitados; están institucionalizados.
La presidenta guarda silencio.
No hay ruptura con quienes están bajo sospecha. Mario Delgado, Ernestina Godoy, Adán Augusto y otros miembros clave de Morena siguen operando con total libertad, sin investigaciones, sin rendición de cuentas.
En cambio, el gobierno ataca a periodistas, desacredita a Estados Unidos y exige “respeto a la soberanía”.
- ¿Soberanía de qué?
- ¿De un país entregado al crimen?
La credibilidad de Sheinbaum comienza a desmoronarse.
Su imagen de científica incorruptible no resiste el olor a pólvora, a sangre y a dinero sucio.
La propaganda oficial y las encuestas maquilladas no pueden ocultar lo que la gente vive: zonas tomadas, extorsión generalizada, y un Estado que se repliega mientras los cárteles gobiernan en su lugar.
El quiebre puede y debe venir.
Pero no será espontáneo.
Claudia tendría que romper con AMLO, cesar y enjuiciar a los operadores señalados, exigir cuentas a los mandos de seguridad, y aceptar cooperación internacional real, no solo discursos nacionalistas huecos.
Tendría que traicionar al régimen que la hizo presidenta para salvar al país.
Y si ella no lo hace, la oposición debe obligarla.
No con pactos ni con tibieza, sino con una estrategia clara: desenmascarar al narcoestado, documentar sus vínculos, usar tribunales internacionales, presionar desde los congresos estatales, y construir un nuevo relato nacional que hable de verdad, justicia y recuperación del Estado.